El pasado domingo 17 de septiembre comenzaban en la ciudad francesa de Marsella los Encuentros de la Mediterránea. Un evento en el que se reunieron 70 obispos y 70 jóvenes de todas las costas del Mediterráneo para hablar de los retos y objetivos comunes de estas áreas. La premisa era simple: conocer y poner en común; aprender y escuchar. El lema:
El mediterráneo: un mosaico de esperanza
Desde el inicio
El encuentro comenzó con la reunión de todos los jóvenes, que provenían de todas partes del mediterráneo, con creencias, orígenes y realidades distintas. En una primera cena de bienvenida donde las diferencias se ponían de manifiesto en cada momento, empezó a arraigar el fruto de las jornadas. Sonrisas, preguntas, risas; ante el obstáculo de la carencia de lengua común: flexibilidad; ante las dudas y la incertidumbre: acompañamiento. No lo sabíamos todavía, pero a lo largo de toda la semana los jóvenes del Mediterráneo seríamos verdadero testimonio de las palabras del Papa Francisco en el discurso de cierre de las jornadas:
«Hermanos y hermanas, en el actual mar de conflictos, estamos aquí para reconocer el valor de la contribución del Mediterráneo, y que vuelva a ser un laboratorio de paz. Porque esta es su vocación, ser un lugar donde países y realidades diferentes se encuentren sobre la base de la común humanidad que todos compartimos, y no de ideologías contrapuestas. En efecto, el Mediterráneo no expresa un pensamiento uniforme e ideológico, sino un pensamiento polifacético y adherido a la realidad; un pensamiento vital, abierto y conciliador: un pensamiento comunitario, esta es la palabra.«
Papa Francisco
Jornada de jornadas
A la madrugada siguiente, temprano, empezaba el programa de los encuentros, que era bastante complejo para dedicarle meses, y no días. Cada jornada tenía un tema de fondo que hacía de hilo conductor de las diferentes actividades o ponencias: la precariedad, los conflictos, el reto climático, las migraciones, el diálogo inter religioso… De esta forma se abría un espacio de debate y puesta en común entre las diferentes perspectivas y experiencias que representaban a los jóvenes.
Encuentro con los obispos
A partir del jueves, en el Palacio de Pharo, los obispos se incorporaron a los encuentros, ahora ya con la misión de encontrar acciones y objetivos comunes para trabajar en todo el Mediterráneo. Así, los otros días habían servido como preparación y formación. Además, habían sido un laboratorio en el que se ponía de manifiesto la posibilidad de alcanzar los objetivos de fraternidad y colaboración entre tantas personas de orígenes y contextos diferentes.

La clausura
Finalmente, el sábado, con la llegada del Papa a la ciudad de Marsella se anunciaba la clausura del encuentro. Después de toda una semana de emociones a flor de piel, la experiencia llegaba a su fin. Y como suele ocurrir, decíamos adiós con un sabor dulce y amargo en los labios. A pesar del cansancio físico, estaba la alegría de haber recibido un don muy grande y el miedo a no saber cómo compartirlo.
«Para mí, participar de estos Encuentros en Marsella fue una experiencia como pocas en la vida. Porque, como muchos regalos del Señor, estuvo lleno de lecciones que no me esperaba. En un mundo donde todo parece ir acelerado y siempre vamos preocupados por nuestros problemas, fue un golpe de humildad darse cuenta de que a pesar de querer hacer el bien a los demás, vamos con una venda en los ojos. Que poco a poco el egoísmo se ha colado en nuestro día a día y no somos capaces de detenernos para mirar a los demás, para velar por ellos.
Ceguera de corazón
Esto, que tantas veces nos habían dicho y que el Papa definió como una crisis del individualismo, se me hizo evidente a lo largo de la semana y especialmente en el último día que estuvimos en Marsella. En la misa de acción de gracias que se celebró el domingo en la catedral de la ciudad, la basílica estaba llena hasta los topes. Diez minutos antes de empezar la ceremonia no había sitio en la nave central y nos resignamos a escuchar misa: sin visibilidad alguna, sentadas en unos bancos de piedra del muro.
Bien entrada la celebración religiosa, todavía aparecía gente, especialmente personas mayores. Aunque no había sitio y algunos jóvenes ya se habían empezado a sentar en el suelo, siempre había alguien que se levantaba y cedía su sitio. Daba igual si la persona llegaba veinte o treinta minutos tarde o si no eran personas acusadamente mayores, constantemente había jóvenes cediendo su asiento. Y yo, que ya pensaba que había cedido estando como estaba sentada en un lugar donde no podía ni ver el altar, vi mi ceguera. ¿Qué necesidad tenía yo de tener un sitio cuando había otras personas de pie? Especialmente, ¿cuándo no tenía ningún problema en sentarse en el suelo como tantos otros jóvenes?
Ser misericordioso como el Padre
Esta es una de las lecciones centrales que aprendí en Marsella. El egoísmo se cuela en nuestro día a día con las pequeñas cosas. Nos hacemos impasible al sufrimiento de los demás; nos olvidamos de velar por ellos hasta el punto de que nos escuchamos justificando nuestro egoísmo y culpando a los demás: “si quería sentarse, debería haber llegado antes”. “No hago donaciones porque con mi dinero no cambiaremos el mundo”. “Si estas personas necesitan caridad, que se pongan a trabajar”. Si hay algo que he aprendido de estas jornadas, es que la misericordia es extraordinaria. Debemos luchar constantemente por mirar a los demás con el amor de Dios. Esta es nuestra llamada como cristianos.»
Laura Trius Béjar